Perdió la virginidad el Madrid de Mourinho y lo hizo de la manera más dolorosa y traumática posible: con un ruidoso 5-0 que, en noventa minutos, retrató una diferencia monumental y aparentemente insalvable entre los históricos enemigos. El Barcelona le dio un revolcón de intensidad superlativa a un equipo que, con el técnico portugués en el banquillo, parecía tener garantizada la ausencia de accidentes demasiado ruidosos. Pues no. Lo que se anunciaba como un choque de trenes lo fue entre el AVE azulgrana y un cochecito de playmobil. Siniestro total.
El festín barcelonista consistió en un rondo brillante de hora y media de duración. Las camisetas blancas corrían y corrían detrás del balón, un objeto al parecer imprescindible en este deporte. El trío compuesto por Busquets, Xavi e Iniesta lo entienden, lo miman y lo poseen. En el otro lado, Khedira quedaba retratado como un jugador menor, casi vulgar. Xabi Alonso, demencial durante todo el espectáculo, parecía pedir a gritos un psicólogo a falta de un compañero en condiciones. En el segundo tiempo, su entrenador le regaló a Lass y evidentemente fue peor. También, según parece, el fútbol es el arte de ocupar los espacios y por eso el centro de la parcela tiene una importancia capital. Y ahí, exactamente ahí, radica la enorme distancia entre unos y otros.
Una distancia agrandada anoche con otros factores como la diferencia de actitud de los contendientes y la escasa capacidad de concentración de algunos jugadores visitantes. Pepe, Benzema y Sergio Ramos son tres de los que se llevan la palma en ese aspecto, y especialmente el último, protagonista en las postrimerías de un ataque de orgullo muy mal entendido al entrar virulentamente a Messi y buscar bulla después con varios compañeros de selección. Y eso que hubo otros detalles feos, como el enredo en la banda de Guardiola con Cristiano, la exageración de Messi ante Carvalho en el primer tiempo o la manita que sacó a pasear Piqué de forma algo ostensible tras el último gol de los suyos.
Eso sí, cualquiera de los jugadores de casa tenía todo el derecho a gozar de un subidón completado en forma de goles por Xavi, Pedro, Villa -por partida doble- y Jeffren. Describir los lances que los propiciaron, así como el puñado de ocasiones que pudieron hacer más profunda la herida, resultaría interminable y de un masoquismo excesivo para quien firma. Sobra con escribir que los locos bajitos tocaban y tocaban hasta que alguien tiraba un desmarque en ruptura que acababa con Casillas desquiciado o, lo que es peor, recogiendo la pelota del interior de su portería. Básicamente a eso se redujo casi todo. A eso y a disparar solo un par de veces con atisbo de peligro sobre el marco de Valdés.
¿Y ahora qué? Quizás quede una última y gran solución para el madridismo: rezar. El Nou Camp disfruta de un equipo de leyenda, de esos que se forjan muy de cuando en cuando y que pasan a mejor vida sólo cuando el placer se convierte en rutina. Hoy por hoy, da la impresión de que el Madrid puede aspirar como mucho a estar preparado por si a los de Guardiola les da por resbalar. Ahora que el aire mítico e invulnerable de Mourinho se ha puesto en entredicho se medirá el carácter competitivo de un bloque que, sin embargo, tiene su vistosa y ejemplar referencia en el punto de destino del Puente Aéreo. Esa parece ser la cruda realidad.