Minuto 60. El balón cae en la banda derecha de la zaga barcelonista, donde Alves despeja y donde Pepe llega tarde y con el pie un poco alto en una peligrosa plancha pero con el balón de por medio. Los jugadores azulgranas, como ya habían hecho en algún lance anterior, se comen al célebre y alemán Stark, que consulta con su juez de línea. Roja a Pepe. Una roja injusta que redondea un pleno de inferioridades numéricas en el carrusel de clásicos. 4 de 4. 100%. O sea, siempre. Y a partir de ahí, con todas las autovías abiertas para un jugador sobrenatural como Leo Messi, la eliminatoria queda casi liquidada.
En otras circunstancias sería de indidudable mal gusto refugiarse en la vieja causa arbitral. Pero Guardiola abrió la caja de los truenos con sus referencias a la felicidad de su colega del Madrid si se designaba a un juez portugués y la sucesión posterior de navajazos esquineros de uno y de otro es tan conocida como poco edificante. Además, la incidencia de la expulsión sobre la marcha del partido y de la semifinal es sencillamente incuestionable. Mucho más libre entre líneas, el argentino de aires maradonianos apareció en un par de escenas y ejecutó a los blancos. En esta ocasión jugar con uno menos fue un desafío imposible, tanto que Wembley queda ya lejísimos.
De todas formas, escribir sobre fútbol cuesta un horror porque, salvo en el segundo gol de Messi, apenas hubo un ápice en el Bernabéu. Lo que sobró fue infamia balompédica. Se entregó el Madrid de Mou a una especulación que rozó lo sonrojante y se entregó el Barcelona a una exageración más propia de los intérpretes de las de tragedias del cine mudo que de unos atletas aguerridos. Casi todo fue malo, decepcionante y feo. Si alguien presente en el estadio había ahorrado durante meses para vivir un acontecimiento histórico seguramente sintió una frustración gigantesca. Y no habría sido el único decepcionado pues, por una vez, CR7 se enfadó justificadamente cuando se quejó de la falta de una presión más adelantada de sus compañeros.
En el lado blanco, daba la impresión de que Mourinho había puesto cloroformo donde en la final de Mestalla sobraba cafeína. Muy aculado, el bloque merengue iniciaba la presión en su propio campo. Cualquier recuperación de la pelota suponía atravesar un mundo para llegar al área de Valdés siempre y cuando se intentara mediante combinaciones. El pelotazo era el otro recurso, francamente estéril. Solo cuando el esférico llegaba por azar a la banda de Di María asomaba un prólogo de peligro que después se quedaba en nada. Un disparo lejano de CR7 que se le complicó al guardameta catalán fue todo el riesgo que consiguió generar el Madrid. Paupérrimo balance.
En el otro lado, Guardiola contribuía a la infamia generalizada concediendo las tablas. El Barcelona tocaba y tocaba sin demasiado ánimo por profundizar en su ataque. Solo Xavi pudo desnivelar el marcador tras una excelente asistencia de Messi. Incluso tras la expulsión los visitantes se limitaron a despachar papeles con una actitud funcionarial aunque sabedores de que en un arranque fugaz su calidad podía darles la victoria. Y así fue. La pareja de tantos del astro argentino, el segundo tan espectacular como ayudado por la abulia de Albiol, echaron el cierre.
El mayor espectáculo del mundo se quedó en una noche infame en la que a falta de fútbol abundaron los piques y hasta las reyertas. La del descanso se la ahorraron las cámaras de televisión. Otras movidas poco ejemplares, como la de Pedro simulando una agresión de Arbeloa en el rostro que solo existió en la psique culé, sí las pudo ver todo el mundo. Un mundo que debería estar fascinado con la exhibición eléctrica de un delantero zurdo y genial pero a quien se le hurtó un banquete apeticible por una fritura desagradable a la que todos contribuyeron un poco, incluido un árbitro alemán con el que que Guardiola sí que estará "felicísimo". Como con Ovrebo, con Frank De Bleeckere o con Busacca, una panda de amigos a la que seguramente no le haría falta acudir.