Intentaron convencer al mundo de que solo existía una manera de jugar bien al fútbol. Y no. Hay otras. Ésa es la principal grandeza de este deporte. La posesión, la pausa elaborada y los pases etenernos, con las gotas de calidad de turno arriba, no garantiza la gloria perpetua. Lo demostró el Madrid en la vuelta copera del Camp Nou, donde dio un recital de otra manera de entender el balompié. Rocoso, sólido y rápido. Dañino. Vibrante. Ejemplar en defensa y definitivo en ataque. Gracias a un planteamiento ejemplar de un entrenador al que hay que darle lo suyo, porque le toca. Con la guinda, además, de un jugador espectacular, histórico. Cristiano se pasó el Balón de Oro por el arco del triunfo. Y el Madrid accedió a otra final de la Copa del Rey de una manera grande. Muy grande.
Sí, golearon los madridistas a los azulgranas en la olla a presión del Nou Camp. De nuevo maniataron a sus rivales, aunque esta vez los redujeron a la condición de peleles ingenuos. Nada funcionó en el Barça porque la tela de araña dispuesta por Mourinho fue una trampa mortal. Messi jamás actuó con ventaja y solo apareció para lanzar un libre directo raso que lamió el palo. No hizo más. Da la impresión de que al Barcelona no le importa en absoluto el enemigo que tiene delante. Va sobrado. Tanto que alienta todas las virtudes blancas, en especial una: se llama Cristiano, que volvió a disfrutar de grandes espacios y que brilló con una potencia y calidad portentosa.
El horizonte lo despejó ese portugués con una acción individual en la que Piqué compró su engaño. Protestó con todas sus fuerzas el penalti, que sin embargo era notorio. Lo embocó Cristiano, que no dudó. La ventaja con la que jugaron los visitantes se convirtió en un colchón de seguridad muy confortable. Los locales, sin embargo, se enredaron con el arbitraje y con una colección importante de simulaciones, quizás para seguir la corriente del impresentable ventilador de las hienas. Pero nada cambió. Undiano no picó en ninguno de los engaños o de los lances polémicos. Y los culés siguieron dándose contra un muro y sufriendo cada vez que la pelota iba en las botas de los blancos.
Y eso que no hubo muchas ocasiones de gol. De hecho, la siguiente nítida la tuvo Cristiano y la volvió a meter. En realidad quien dispuso de ella fue Di María, que hizo un esfuerzo brutal en las dos direcciones durante todo el duelo. En una contra se fue de Puyol, al que recortó brillantemente dentro el área. Su posterior tiro lo rechazó Pinto pero Cristiano estaba allí. Siempre está. Él, sí. Marcó el 0-2 y mató la eliminatoria.
Pero quedaban más alegrías en la noche catalana. Faltaba el doctorado de Varane. Se licenció en la ida y defendió la tesis en la vuelta. Se anticipó siempre a los atancantes barcelonistas, sacó la pelota jugada, supo medir cada cruce. Una brutalidad de central, a su edad. Encima volvió a marcar, de nuevo de cabeza, para rubricar el golazo de La Castellana, aquél que dio tanta vida. 0-3. Un placer indiscriptible.
Nada mejoraba, por cierto, en el Barcelona, ni siquiera con la entrada del reclamado Villa. Piqué se sumó a un ataque desesperado y, por momentos, fue el Madrid quien combinó a su antojo. Sonaban unos olés en la grada que sabían a gloria bendita. Era tan grato el sabor que el tanto de Jordi Alba no olía nada. Los aficionados culés desfilaban desconsolados. Habían descubierto otro estilo futbolero, también brillante, diseñado por un técnico que les impone respeto y por un jugadorazo que está muy por encima de los reconocimientos individuales. Es lo que hubo. Y como empieza a ser reiterado en el Nou Camp, parece que es lo que hay.
A la final.
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