El Barcelona es un maravilloso equipo de fútbol. Quien lo niegue está ciego o, lo que es peor, elige no ver. Domina facetas muy útiles y hermosas del juego, entre ellas el toque en cualquier zona del campo, la veloz búsqueda de espacios de delanteros y lateral derecho, la visión de sus centrocampistas y la presión sobre el rival. Tiene la precisión mecánica de un reloj suizo. Es inobjetable. Esa plantilla atesora demasiadas virtudes para que no resultara una quimera plantearse la posibilidad de una remontada épica e histórica en el Nou Camp tras las los famosos y funestos hechos del duelo del Bernabéu de hace una semana. Mucho más cuando sopla a su favor el viento de la apasionada parroquia y de un arbitraje diseñado a medida por la UEFA, institución gobernada por unos tipos que no perdonan. Político y sibilino, De Bleeckere contribuyó con su granito de arena a la fiesta generalizada. Los trapecistas del Barcelona son maravillosos pero no estaría de más que algún día dejaran de saltar sin red.
Es más que probable, casi seguro, que seguiría cosechando éxitos muy importantes. Sin ir más lejos, quizás ha sido ligeramente superior al Madrid en la eliminatoria, si bien el carrusel de clásicos ha servido para demostrar que la distancia entre los dos gigantes ha disminuido. En una semifinal tan equilibrada se han dado dos factores que han decantado la resolución. Uno, a qué insistir más, lo de Pepe y Stark. El otro, que no se ha subrayado lo suficiente, los sesenta minutos con los que Mourinho obsequió a un rival que jugaba en el Bernabéu con el recuerdo inmediato de la final de Copa, con una defensa de circunstancias y con la baja de un Iniesta que lució en el regreso muchas de sus virtudes. Nunca sabremos qué hubiera sucedido si no se hubieran dado esas dos claves, aunque uno tiende a pensar en una historia diferente y mucho más alegre.
En la noche del arrebato mitológico, el Madrid compareció con un doble pivote, un mediapunta, un delantero centro y dos hombres por las bandas. No le tocaba otra y comenzó a defender un poco más arriba de la mitad de la cancha barcelonista. En contra de lo pronosticado no fue bailado, ni cosido, ni humillado por la quintaesencia del arte que tenía delante. Es más, con el 1-0 en contra, anotado por Pedro tras un vertiginoso ataque propiciado por una de las pocas presiones a destiempo de los blancos, apareció la casta de un equipo con madera de campeón. No fue desarbolado e incluso le imprimió desasosiego a la lluviosa noche catalana con el empate de Marcelo. Pudo encanallarse el equipo con la coartada de un gol polémicamente anulado a Higuaín -la falta cobrada a Cristiano fue un gag de muy mal gusto- y con el absoluto pasotismo del presunto juez cada vez que una camiseta blanca, especialmente si se llevaba el 7 a la espalda, caía en la frontal del área de Valdés. No se entregaron los madridistas a la tentación de dejarse llevar por la impotencia, ni se rompió el bloque, ni sufrió el desmadejamiento que se le presuponía a un escenario de esa naturaleza.
Todas esas circunstancias sucedieron tras una primera parte en la que las ocasiones, contadas, las puso el Barça. Los visitantes sólo se asomaron con la promesa del riesgo en un contragolpe de CR7, culminado con un pase al que no llegó Di María. A pesar de mostrar una actitud mucho más pujante que en la ida, faltó sin embargo velocidad y precisión en el desplazamiento del esférico. En medio de una exigencia física de alto calibre, Kaká e Higuaín se vieron superados por el partido. El brasileño, diluido, entró muy poco en juego mientras el aterciopelado Özil contemplaba los hechos desde el banquillo después de haber completado una temporada sobresaliente. El delantero argentino, por su parte, llegaba siempre tarde y se le veía torpón sin los espacios libres en los que tanto suele lucir. La puesta en escena, con todo, era correcta, lucidita en general aunque nada grandiosa. Prueba de ello es que Casillas fue de lejos el mejor de los once durante un tramo. Apareció siempre que se le exigió, sobre todo en un disparo a contrapié de Villa y en un par de lanzamientos secos de Messi.
No hubo muchas más ocasiones en la reanudación, si bien mejoró considerablemente la cara del Madrid con la entrada de Özil por Kaká, quien gastó su última bala en el club cuando jamás debería restarle minutos a su compañero turco-alemán en una cita de semejante calibre. Subió de nivel también Di María y se precipitó Mourinho -sí, ¿quién pretende incomunicar a nadie en la era del Ipad y los smartphones?- con la entrada de un Adebayor fuera de sitio y ni siquiera gigante en la misión de bajar los balonazos de sus defensas. Quizás sea ventajista explicarlo después, pero el duelo, con un enemigo algo mermado en lo físico, reclamaba la capacidad asociativa de Benzema, que además se ha ganado con justicia una oportunidad de esta índole. Ay, el ventajismo del analista, claro está, siempre basado en hipótesis y en teorías especulativas e indemostrables. Pero lo único certificable son los hechos: el viaje europeo del Madrid ha terminado en semifinales y el Barcelona estará en Wembley, con su útil red a cuestas.