Empataron a todo Barça y Madrid en el Clásico de la política. Las crónicas solo deberían hablar de deporte pero el ambiente se había caldeado de forma irresponsable mucho antes por una institución cuya doble moral parece un
signo histórico. Los seguidores culés del territorio español tuvieron que soportar las reclamaciones de independencia -independencia de ellos como de los demás, claro- en el prólogo y durante un minuto de presunto significado histórico. En su derecho están los ciudadanos que hacen esas reclamaciones, incluso cuando las manifiestan en el contexto de una competición que es símbolo de aquello de lo que se quieren separar. Esas paradojas contaminaron lo que debería ser solo un partido fútbol, en teoría el mejor que se puede ver, con los dos jugadores más carismáticos del planeta coincidiendo en el mismo espacio. Messi y Cristiano, Cristiano y Messi, demostraron la dependencia que sus equipos tienen de ellos para desequilibrar. Los dos certificaron por partida doble unas tablas que se antojan justas.
Pasados 45 minutos, la única realidad que contaba es que el Madrid había acumulado tres ocasiones claras y había convertido una. Y el Barça, incapaz de generar una sola oportunidad, llevaba el mismo número de goles. El dividendo era injusto, una pequeña catástrofe. Sin haber impartido una lección magistral, los visitantes habían superado a su lujoso oponente, sobre todo hasta que llegó el accidente del empate. Antes habían convertido las ofensivas culés en una madeja, un lío, un barullo. Fruto de la impotencia de los otros, los lances merengues adquirían un aire peligroso cada vez que había un robo de pelota.
El primer uy llegó en un saque de esquina que remató Sergio Ramos fuera por muy poco. Después marcó Cristiano, fruto de una combinación rápida que acabó en su pie izquierdo. Con él batió a Valdés mediante un trallazo seco. Volvió a pedir calma, quizás por la costumbre de golear durante seis clásicos consecutivos. El Barça acusó el mazazo y el Madrid perdonó. La involuntaria clemencia tuvo la firma de Benzema, que disparó a la madera cuando habitaba en soledad los terrenos del punto de penalti. Por si fuera poco, la desgracia la prolongó Di María, que llegó forzado al rechace de la acción y apenas la rozó para echarla lejos del marco. Lo siguiente fue todavía más desgraciado: Pepe saltó malamente dentro de su área y dejó solo a Messi, que aprovechó el regalo.
De rebote y tras un enredo igualó el guarismo el astro argentino. A partir de ahí apenas hubo más que tensión y electricidad. Los líderes siguieron espesos y los vigentes campeones se dolieron de los regalos que habían protagonizado tanto en la vanguardia como atrás. Como consecuencia se inauguró un largo y anodino pasaje, del que solo se salió con la lesión de Alves y con una entrada feísima de Pedro sobre Ramos que bien pudo tener la sanción que merecen las entradas catalagodas bajo el epígrafe "juego brusco grave". Solo fue amarilla.
Cierto es que Xabi Alonso pudo ver en un par de entradas la segunda tarjeta tras la reanudación. No sufrió el castigo por mucho que Xavi, el capitán azulgrana y compañero de la selección, lo reclamara por activa y muy por activa. Si un árbitro es justo por su reparto de aciertos y errores, Delgado Ferreiro lo fue. Se le reclamaron dos penaltis, uno a Özil y otro a Iniesta en sendas acciones igual de dudosas. Hasta en eso hubo igualdad.
A difundir esa sensación de equilibrio colaboró la leve superioridad culé en la última media hora. Los visitantes estuvieron más tímidos y, sobre todo, cometieron faltas ingenuas cerca de la frontal, toda una invitación al peligro. Una de ellas la embocó Messi con una rosca sensacional. Pero los blancos tenían a Cristiano, aunque maltrecho en su hombro por una chilena que le salió mal. El luso aprovechó una asistencia de Özil, irregular aunque brillante en un par de destellos, para ver el envite de su enemigo en todos los parabienes particulares. 2-2.
El marcador ya no se movería. Ni Higuaín, un poco torpón en los minutos de que dispuso, ni Montoya, que disparó al larguero con el tiempo casi acabado, decantaron el asunto. Al Madrid se le había escapado una oportunidad si se mira que la defensa que tenía enfrente la formaban el lateral canterano, Adriano y Mascherano, todos ellos bomberos ocasionales destinados a apaciguar un fuego muy comprometedor. Pero, al mismo tiempo, los chicos dirigidos por Mourinho también sembraron de dudas el Nou Camp, un estadio en el que ganar resulta harto difícil. Los ocho puntos de distancia se mantienen y son un mundo, aunque no insalvable por lo mucho que resta. Eso sí, el Barcelona depende de sí mismo para ganar la competición de un lugar del que la mayoría de sus socios no quiere depender. Depende. Todo depende.
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@michihuerta